Fiji, de vacaciones en una postal

Nos habíamos establecido en Auckland. Ya teníamos una rutina semanal, que se hacía soportable sólo por la rutina del fin de semana. Y paradójicamente aquello que me había alejado de Buenos Aires, me estaba recibiendo en Auckland. ¿Será acaso que la rutina es inherente a la persona y no al lugar del que intentamos escapar? No lo sé, y seguiré viajando para descubrirlo, aunque sólo sea una excusa para hacer lo que más me gusta. Sin embargo esta vida de oficina, me permitía hacer algo que no había planeado, o al menos no de esa forma: irme de vacaciones.

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Así fue que mis vacaciones ya estaban pactadas desde la primera entrevista, con la idea de visitar Australia, aunque también se nos cruzó volver al sudeste asiático, aunque fue descartado para pasar año nuevo en Sydney para disfutar de ese show de fuegos artificiales que vemos desde casa a las 10 a.m. del 31 de diciembre, mientras terminamos de preparar la ensalada de frutas o el vitel toné. Este viaje, tendría la suerte de hacerlo con mis papás que nos vinieron a visitar para pasar las fiestas con nosotros. Aunque, como no podía ser de otra forma, decidimos aprovechar nuestros días libres y visitar las hermosas Islas Fiji, de las cuales hablaré en esta ocasión.

Comenzamos a planificar nuestra escapada veraniega, unos cuantos meses antes, más que nada para anticiparnos a la gran demanda hotelera que iba a tener Sydney para tal espectáculo. Sin embargo fue una gran sorpresa, cuando nos enteramos que, ya en agosto, la ocupación era del 97%. Afortunadamente pudimos encontrar una muy buena opción gracias a Trivago, y ya a principio de septiembte teníamos asegurado donde quedarnos. Hay muchos viajeros, entre los cuales me incluyo, que les gusta viajar sin planificar y menos con tanta anticipiación, ya que disfrutan de la espontaneidad y de las ganas de no estar atado a planes de los cuales huimos. Sin embargo, cuando uno tiene los días contados para viajar y se desea visitar lugares muy caros y con familia, lo mejor es convertirse en agentes de viaje y armarnos un lindo cronograma, sabiendo que perderemos algo de magia, pero que la ganaremos en organización y en dólares.

Salimos de Nueva Zelanda un viernes por la tarde para llegar a Fiji esa misma noche. Por mi gran desconocimiento de geografía, o quizás por la ilusión de creer en una utopía, pensaba que podríamos recorrer las islas del pacífico tomando algunos barcos no turísticos. Al llegar al aeropuerto nos recibió el calor y la humedad a la que Auckland nos había desacostumbrado. Luego de hacer migraciones en Nadi, nos dirijimos a nuestro hotel ubicado en el centro de la ciudad, el cual no era un lugar muy amigable para estar por la noche, o al menos eso parecía. No habíamos averiguado mucho de Nadi, no sabíamos si sería seguro caminar por las calles, cuál era el carácter de sus habitantes ni cómo sería nuestro módico hotel. Como sólo nos quedaríamos una noche allí, tampoco nos importaba mucho y luego de una cena extremadamente picante, nos fuimos a dormir para estar listos bien temprano y viajar, finalmente, a una de las islas Yasawa, donde pasaríamos navidad.

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Nos tuvimo que levantar temprano para tomar el barco, que demoraría 4 horas en llegar. Pero sólo al hacer 10 minutos de navegación, el paisaje que nos deleitaba hacía que el esfuerzo valiera la pena. El mar azul intenso se fundía con un cielo celeste y el horizonte era unicamente interrumpido por diminutas islas paradisíacas, muchas de ellas deshabitadas otras lo suficientemente grande para poseer un pequeño hotel. Pasaban las horas e isla tras isla se iban sucediendo continuamente. A veces nuestro catamarán se detenía y pequeñas lanchas traían pasajeros y se llevaban otras. Por momentos sacábamos muchas fotos y videos desde la borda, en otros, simplemente nos relajábamos y contempábamos la maravilla de la naturaleza.

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Al cabo de unas horas cuando ya teníamos calor, un poco de dolor de cabeza y el paisaje hermoso comenzaba a convertirse monótono llegó nuestro turno de bajarnos del barco y embarcarnos en estas lanchas que nos acercaban hasta la costa, dado que los corales no permitían que el catamarán pudiera navegar entre ellos. En la pequeña lancha ya nos dábamos cuenta del lugar al que estábamos yendo y no lo podíamos creer. El agua, tan transparente que hacía que pudiéramos ver unas cuantas decenas de metros, era no simplemente cálida, sino hasta caliente. Llegando a la costa unos empleados del hotel nos recibieron con una alegre canción y posteriormente con un rico almuerzo.

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Dejando de lado la belleza natural del lugar, una de las cosas que más me afectó fue la tristeza que se veía en los ojos de quienes trabajaban allí. Una sonrisa puede ser fingida, pero no puede ocultar el sentimiento que transmiten los ojos. Luego, hablando con algunos de ellos, nos enteraríamos de la triste realidad que se vive en ese paraíso. El país se encuentra saliendo de una dictadura, aunque el anterior dictador es ahora el vicepresidente; un tifón hace algunos años destruyó la aldea de donde eran los trabajadores del hotel y claramente las condiciones de trabajo parecían al menos exigentes, sin mencionar las pésimas condiciones habitacionales de los empleados que vivían en el hotel. No pude y no puedo entender como la ambición de los dueños del establecimiento, no permite que los mismos trabajadores construyan más cabañas para ellos mismos evitando una situación innecesaria de hacinamiento.

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Comimos unos ricos fideos con tuco que nos trajeron sin preguntarnos que queríamos comer. Un sabroso plato pero que uno no esperaría en un resort sobre la playa. Mientras almorzábamos, nos explicaron las reglas y horarios del lugar y finalmente nos llevaron a nuestra modesta habitación. Una pequeña cabaña con una cama y un baño más parecidos a los de asia que a los de los 5 estrellas del caribe. Sin embargo, la ubicación y vista hacían que no tuviera ninguna importancia. Daba lo mismo que tuviese que dormir en el suelo o en la hamaca paraguaya que teníamos en la entrada. La cabaña se encontraba en la mismísima playa, abrir la puerta era como mirar una postal, y el hecho de salir y pisar arena era maravilloso. Estábamos cumpliendo un sueño y no queríamos despertarnos, estar en una isla en el medio del Pacífico, acostado en una hamaca mirando el mar.

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No podíamos seguir esperando, teníamos que nadar en esa agua que habíamos visto durate todo nuestro viaje, y ni bien nos establecimos dejamos las cosas en la habitación y allí fuimos. Mis años de veraneo en Mar del Plata (una de las ciudades más lindas del mundo) hacen que todavía toque el agua con miedo, con respeto, esperando ese cambio de temperatura brusco, que hace que debamos juntar coraje para meternos al mar. Sin embargo esta vez no era así. El agua cálida, invitaba a nadar y a quedarse allí por horas. Sólo salimos cuando empezamos a sentir la fuerza del sol sobre nuestras espaldas, aunque ya era un poco tarde.

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El segundo día visitamos la “Laguna Azul” una playa hermosa que recibe su nombre gracias a una película homónima. Mi poco conocimiento del mundo del cine, que me impide distiguir a Brad Pitt de Leonardo Di Caprio, o reirme cuando veo una película clásica porque “es igual a los Simpsons”, hacía que desconociera de este lugar. Lo cual para mi fue una ventaja, ya que descubrir esta playa fue una hermosa sorpresa. La arena blanca se mezcla con una agua transparente que luego se torna azulada por la profundidad donde se puede ver un hermoso coral habitado por algas, estrellas de mar y peces de los más diversos colores. Estuvimos allí algunas horas, aunque la belleza del lugar hizo que tan sólo parecieran algunos minutos, para luego volver al hotel y seguir disfrutando de tal belleza.

En otra excursión, visitamos unas cuevas donde nadamos en la oscuridad en un agua dulce y salada a la vez. Aunque la experiencia está muy armada para el turismo y se tiene que nadar bajo el agua para poder llegar a las cuevas (casi innecesariamente) es una experiencia muy bonita que quedará en mis recuerdos.

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Los siguientes días no se distinguieron mucho uno del otro. Luego de desayunar íbamos a la playa (o a nuestra habitación, era lo mismo); leía “Días de Viaje” el libro de Aniko Villalba, para viajar dentro de nuestro viaje; y seguíamos con esta hermosa rutina. La sorpresa nos llegó el 24 de diciembre, cuando nos daríamos cuenta que noche buena no se festeja en muchos lugares, y es una noche como cualquier otra para la gente de otros países. Afortunadamente nos dimos cuenta a la mañana y pudimos pedir una cena especial: langosta, pescado y pollo que la acompañamos con un vino australiano. Sin embargo, al comer a las 8 de la noche la espera hasta las 12 se hizo larga, y el brindis con cerveza y sin pan dulce no fue lo mismo que en casa.

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Aprovechamos hasta el último momento para disfrutar del mar y la playa hasta que finalmente tuvimos que dejar este paraíso. Volveríamos con la misma lancha al mismo catamarán, para ir al mismo hotel donde nos albergamos la primer noche. Volvimos a llegar tarde, aunque no tanto, disfrutamos de una cena, igual de picante y al otro día recorrimos un poco la calle principal y el templo hindú, aunque el calor sofocante hacía que no tuviéramos ganas de seguir dando vueltas. Finalmente nos dirigimos al aeropuerto rumbo a Melbourne. Por alguna razón Australia había sido un destino al que siempre había deseado visitar y hacia allí estábamos yendo.

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