Otra vez en Bolivia, esta vez juntos! :D (del 8 al 18 de agosto de 2012)

En camino a Samaipata la ruta nos deleita con su belleza
Había vuelto al trabajo el lunes y el mismo miércoles me llama mi jefe y nos dice que era necesario otro viaje a Bolivia, esta vez por 10 día e iría solo. Inmediatamente pedí permiso para ir con Mariana y 10 días más tarde estábamos los dos en nuestro país vecino. La libertad de no estar acompañado por ningún compañero de trabajo me permitió charlar más con los taxistas ir a comer a puestos callejeros y aumentar la ilusión de que estaba realizando un viaje por placer. Si no hubiese sido por eso y porque tuvimos un fin de semana libre, el viaje hubiese sido muy parecido al anterior, pero como siempre buscamos como hacerlo distinto.
 
Al costado de la ruta,
nos detenemos a mezclarnos con el paisaje
La verdad que fue un poco difícil definir destinos al igual que las actividades para hacer los días de semana. Por un lado en el hotel de lujo que me pagaba la empresa me recomendaban a ir al restaurant más caro de Bolivia, y por el otro los taxistas me recomendaban ir al zoologico. Afortunadamente charlando en la oficina con otro proveedor de la empresa me recomendó ir al cercano pueblo de Samaipata, razón por la cual aún le estoy agradecido.
 
Así fue que el sábado por la mañana nos tomamos un taxi a dicho pueblo. En el hotel nos habían dicho que no se podía ir en micro, no sería la primera vez que hospedándonos accidentalmente en un hotel se negaran a darnos información sobre el transporte público local. Compartimos el taxi con una pareja de bolivianos que parecían vivir en nuestro destino. El viaje aunque corto en distancia no lo fue en tiempo, y es que las rutas en la montaña no ayudan a que los kilómetros se deshagan con facilidad. El paisaje fue cambiando lentamente y a medida que nos alejábamos de la ciudad las montañas se erguían frente a nosotros para que luego lentamente recorriéramos sus espaldas.
 
El río tímido pide permiso para mojar la montaña

Antes de llegar al pueblo paramos un par de veces, para que el taxista pidiera comida a su mujer, para sacar algunas fotos y para comprar chicharrón. La vista en la ruta era sensacional (a veces se me hace difícil encontrar adjetivos que describan lo que siento sin repetirlos) las montañas estaban vestidas con una vegetación verdosa que no esperaba encontrar y a sus pies un permitían que un diminuto río pensara que podía dividirlas.

 
En la plaza del pueblo
Llegamos al pueblo y quedamos enamorados de la paz que transmitía, un pequeño pueblito con su plaza e iglesia en el centro, detenido en el tiempo, nos hacía olvidar de nuestros problemas cotidianos y nos daba esa calma que perdemos cuando no llegamos a tomar el tren. Buscamos una hostería para pasar la noche, almorzamos por aproximadamente un dolar cada uno y estábamos por ir a dormir una siesta cuando Maru empezó a insitir que saliéramos e intentáramos ir a las ruinas Incas. Por suerte conseguimos el mismo taxi y allí nos llevó.
 
Las ruinas incas se conservan tatuadas en las montañas
Al comprar la entrada nos sorprendió y nos pareció caro, pero hace poco aprendí que caro es aquello que no vale la pena el precio que tiene. Sin embargo este no era el caso. Las ruinas eran magníficas y a medida que las veía intentaba con mi imaginación llenar con personas aquellos sitios donde ahora sólo habían piedras. Pensaba en cómo se habrían construido tales obras, en las personas que habitaron las casas, cómo habría llegado el agua a esa parte de la montaña. Caminamos aproximadamente dos horas sin parar de sorprendernos mientras el viento intentaba levantarnos del suelo. Volvimos al pueblo y ahora sí dormimos una linda siesta. En otra ocasión hubiese pensado que era una pérdida de tiempo, pero el mismo lugar nos hizo reflexionar que era un tiempo para descansar y relajarnos. Por la noche salimos a cenar y pensamos en ir al circo que esa noche daría su función en el pueblo. Por suerte no lo hicimos ya que por un error de cálculo al día siguiente nos quedaríamos sin dinero.
 
Una bonita casa maquillada con flores que rodean sus entradas
El domingo por la mañana nos levantamos, dejamos la hostería y fuimos a desayunar. Tomamos un rico café y veíamos con un turista se quejaba de la mala conexión a internet. Nos preparamos para ir a ver las cuevas y el lago en el camino de regreso, pero nuestro taxista se había ido y ninguno de sus compañeros quería respetar el precio que nos había dado. Por lo que decidimos quedarnos a pasear en el pueblito, sacamos muy lindas fotos y simplemente nos relajamos mientras el tiempo pasaba. La amabilidad de la gente nos transmitía aún más felicidad y almorzamos un churrasco con arroz en un restaurante donde nosotros éramos los gringos.
 
Finalmente tomamos el bus de regreso a la ciudad, esta vez se nos había informado de su existencia, y en pocas horas ya estábamos nuevamente en Santa Cruz de la Sierra. Allí volvimos a cambiar dinero y nos dimos algunos lujos como tomar un helado en una terraza de un shopping a pocos metros de la catedral.
 
El fin de semana estaba llegando a su fin, pero aún nos quedaba una semana para recorrer la ciudad por las tardes, mezclarnos con la gente en la plaza, ir a un bar irlandés o comer un rico plato típico al borde de la pileta del hotel.
 
Así concluía nuestra estadía en el hermano país de Bolivia y mientras esperábamos en la sala de embarque del aeropuerto recibíamos un Couch Request (pedido de sofá) de un colega turco, que si bien también venía por trabajo y al Sheratton esperaba recorrer Buenos Aires con nosotros. Ya en nuestra ciudad fuimos a San Telmo a comer un rico asado y a tomar unas cervezas. Charlamos de la idiosincrasia turca y argentina, concluyendo que tenemos más puntos en común que los que nos separan y pasamos un lindo momento.
El típico pique macho en versión 5 estrellas con huevos de codorniz
 
Llegaríamos al punto máximo de la semana en la charla que dieron nuestros amigos los acróbatas del camino que nos contaron sus viajes alrededor del mundo donde volví a sentirme como un niño y empecé a planificar mi siguiente viaje.
 
 
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